El pueblo de Blackwood, ubicado en un valle remoto entre montañas que parecían más antiguas que el tiempo, siempre había sido un lugar peculiar. Rodeado por densos bosques y con cielos que rara vez se despejaban, sus habitantes vivían bajo una sombra perpetua, tanto física como espiritual. Las pocas visitas que recibía el lugar solían irse con una sensación de inquietud, incapaces de explicar por qué aquel sitio les provocaba pesadillas.
En el centro del pueblo se alzaba una iglesia abandonada, una estructura gótica cuyos vitrales representaban escenas que ningún texto religioso podía explicar. Los ancianos del lugar decían que la iglesia había sido construida sobre un altar mucho más antiguo, dedicado a una entidad cuyo nombre no debía ser pronunciado: Ĥr'żǭłŭt ("El que devora al despertar").
Nadie sabía con certeza qué era Ĥr'żǭłŭt. Solo había fragmentos de historias, rumores de que no era un dios como los demás, sino algo más allá del tiempo y el espacio, un ser que existía antes de que el universo tomara forma. Los textos antiguos encontrados en la región advertían que Ĥr'żǭłŭt dormía bajo el valle, retenido por un sueño impuesto por aquellos que lo habían desafiado hacía milenios. Pero ese sueño no era eterno, y requería rituales periódicos para mantenerlo. Los últimos encargados de esa tarea, según las leyendas, habían desaparecido siglos atrás.
El descubrimiento
Martin Lowell, un joven arqueólogo obsesionado con los mitos del lugar, llegó a Blackwood para investigar los misterios que rodeaban a la iglesia. Junto a él estaban su hermana Clara, una escéptica periodista, y el doctor Elias Mercer, un experto en lenguas muertas. Juntos, habían seguido una serie de pistas que los llevaban a creer que bajo la iglesia había una cámara sellada, un lugar que contenía secretos demasiado antiguos para ser comprendidos.
La primera noche que exploraron la iglesia, el aire estaba cargado de un silencio antinatural. Al entrar, Martin notó que el suelo estaba cubierto de símbolos tallados en una piedra negra que no correspondía a la región. Con la ayuda de Elias, comenzaron a descifrar las inscripciones.
“‘Aquí reposa el que no tiene forma,’” leyó Elias en voz baja. “‘El que devora la luz y cuyo susurro da forma a las sombras. Que nadie despierte su ira, pues su despertar marcará el fin de todas las cosas.’”
“Eso suena bastante claro,” murmuró Clara, volteando los ojos. “Probablemente solo un cuento para asustar a los curiosos.”
Pero Martin no compartía su escepticismo. Había algo en el aire, algo pesado y opresivo que parecía vibrar con una frecuencia que solo su subconsciente podía captar. Siguieron explorando hasta que encontraron una trampilla sellada con cadenas oxidadas y cerraduras que parecían talladas a mano. Encima de la trampilla había un cuenco lleno de un líquido seco y negro como el alquitrán.
“Esto... esto debe ser la entrada a la cámara,” dijo Martin con los ojos brillando de emoción. Ignorando las advertencias de Clara y Elias, comenzó a quitar las cadenas, ansioso por descubrir lo que había debajo.
La invocación accidental
Al abrir la trampilla, descendieron por una escalera en espiral que los llevó a una cámara amplia y oscura. En el centro había un monolito de piedra negra, cubierto de runas que parecían cambiar de forma cuando las miraban directamente. Alrededor del monolito había un círculo de huesos humanos, dispuestos en un patrón que desafiaba la lógica.
Elias comenzó a leer en voz alta las inscripciones del monolito, tratando de comprender su significado. Pero algo en las palabras resonaba en el aire, como si despertaran una fuerza oculta en las profundidades de la tierra. Martin, fascinado, no lo detuvo.
De repente, la cámara tembló. El aire se llenó de un sonido bajo, como el retumbar de un tambor inmenso y distante. Las sombras en las paredes comenzaron a moverse, formando figuras imposibles que parecían burlarse de las leyes de la física.
Elias cayó al suelo, gritando mientras sus ojos se llenaban de lágrimas de sangre. Clara trató de arrastrarlo hacia la salida, pero era como si algo invisible los mantuviera atrapados.
Entonces lo escucharon: un susurro bajo, profundo y resonante, que parecía llenar no solo la cámara, sino sus mentes. Las palabras eran incomprensibles, pero llevaban consigo una sensación de terror puro. En el monolito, las runas brillaban con una luz negra, y el suelo comenzó a agrietarse.
“Lo hemos despertado,” susurró Elias con voz quebrada. “Dioses, lo hemos despertado...”
La lucha por dormir a Ĥr'żǭłŭt
Mientras la tierra temblaba, una figura comenzó a emerger de las grietas del suelo. No tenía forma definida, pero sus extremidades y ojos aparecían y desaparecían en un caos de sombras. Su presencia era indescriptible, una amalgama de miedo, vacío y locura. Era Ĥr'żǭłŭt.
Clara, superando su pánico, encontró entre los papeles de Elias un fragmento de texto que parecía ser un ritual para volver a dormir a la entidad. Era un cántico largo y complejo, que requería sangre como sacrificio.
“¡Debemos hacer esto ahora!” gritó Clara, mostrando el texto a Martin. “Es nuestra única oportunidad.”
Elias, apenas consciente, se ofreció para el sacrificio. “Hice esto,” murmuró, “y debo pagar por ello.”
Con lágrimas en los ojos, Clara y Martin comenzaron el ritual, siguiendo las palabras mientras Ĥr'żǭłŭt se acercaba, extendiendo sus sombras hacia ellos. El aire estaba lleno de gritos que no pertenecían a ningún ser humano, pero continuaron cantando, sus voces apenas audibles sobre el caos.
En el último verso, Elias hundió un cuchillo en su pecho, ofreciendo su vida. Un destello de luz llenó la cámara, y Ĥr'żǭłŭt comenzó a retroceder, absorbido nuevamente por las grietas.
Epílogo
Martin y Clara emergieron de la iglesia al amanecer, exhaustos y traumatizados. La entrada a la cámara se había sellado de nuevo, y el valle estaba extrañamente en calma.
Nunca hablaron de lo sucedido. Sin embargo, Clara sabía que el ritual solo había comprado tiempo. Ĥr'żǭłŭt dormía de nuevo, pero su susurro aún resonaba en sus mentes.
Y en algún lugar, las estrellas comenzaron a alinearse.
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